-   


  

 
313. Martes, 20 Abril 2004



Capítulo Tricentésimo decimotercero: ¿Por qué cualquier "partícula" que se desplaza busca siempre el ojo más próximo para aterrizar?



Sé que es romper un tópico muy extendido, pero "lo que e, é" y una de mis abuelas era la persona más gruñona y con peor humor que cualquiera puede encontrarse por esos mundos de dios.



Su mal genio era casi una leyenda en el barrio, hay quien decía que ya nació así, hay quien sostenía la teoría de que una vida muy complicada, viuda por la guerra civil en el bando de los perdedores, -aunque solo fuera por razón geográfica- y teniendo que sacar a los hijos adelante sola en la posguerra, acaban por agriarle el carácter a cualquiera.



Hasta tenía un primo más mayor que se empeñaba en asociar ese continuo estado de enfado con su nombre. Él, medio en broma medio en serio, mantenía que llamarse "Gregoria" tenía que, a la fuerza, amargarte el carácter de por vida.



La verdad es que nos daba igual la causa que fuera, la queríamos y su continuo mal genio formaba parte de su encanto.



Pero si había algo que nos gustaba a todos de ella, era su "manía", entre bronca y bronca, de contarnos historias. Acostumbrados como estábamos a aburridas "caperucitas" o a sosas "cenicientas", ella, fiel al espíritu trágico de su vida , nos contaba cuentos extraños, de esos donde, con el tiempo he comprendido, volcaba todo el sentido de una existencia tan dura como valiente: la suya.



Su repertorio era muy amplio, pero había una historia que invariablemente nos llamaba la atención, como la memoria no era su fuerte nos la contaba una y otra vez, pero siempre nos dejaba pensando, decía más o menos:



"Había una vez, en un pequeño pueblo, un señor muy importante, respetado por su familia y sus vecinos. Un día, de buena mañana, mientras estaba desayunando en la cocina, observó que mujer se mostraba algo inquieta y agitada.




Se le acercó y le preguntó cuál era la causa de su inquietud. La mujer le explicó que cuando se dirigía aquella mañana al mercado, se había encontrado con la muerte y que ésta le rozó el hombro y la miró fijamente, toda vestida de negro y con un chal de color rojo.



La mujer suplicó a su marido que le dejara marchar de la ciudad pues estaba segura de que la muerte le buscaba. El marido, enamorado como estaba de su mujer, la dejó partir, así que, sin perder ni un minuto de tiempo, ella hizo las maletas y se dirigió a la ciudad, segura de poder esconderse.



El marido no dejaba de pensar en el encuentro que su mujer había tenido con la muerte, así que decidió disfrazarse, para pasar desapercibido y se fue hasta la plaza del mercado, buscó a la muerte entre la multitud, la vio y la reconoció: alta, delgada, vestida de negro y con el rostro cubierto por un chal rojo... Su mujer no se había equivocado.



El marido se armó de valor y decidido se acercó a ella. Con firmeza, le preguntó por qué se había fijado en una mujer honrada y saludable como era la suya. La muerte, respetuosa, le contestó al marido que no pretendía asustar a su esposa, que solamente la había mirado con sorpresa porque no esperaba que estuviera en el pueblo, ya que aquella misma noche tenía que ir a buscarla a la ciudad".