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731. Lunes, 27 marzo, 2006

 
Capítulo Septingentésimo trigésimo primero: "La Biblia dice que amemos a nuestros vecinos y a nuestros enemigos; probablemente porque generalmente son las mismas personas" (G. K. Chesterton, 1874-1936, escritor británico)

Este fin de semana una parejita de amigos de esos que reivindican que el minimalismo es algo más que una religión, celebraron su tercer cumplemes juntos (todo un record para ambos) invitándonos a cenar en un restaurante vegetariano.

Como mi idea de "cenar" suele ir unida a la de "comida", tanta modernidad "fashion" me acabó sobrepasando aunque eso sí, inasequible al desaliento y con más cara de poker que nunca, aguanté estoicamente aquel baño de "café-culture" en el que me vi sumergido.

Reconozco que en cuestiones de comida no soy precisamente un sibarita, normalmente con cuarto y mitad de alpiste cubro mis necesidades, pero leer en aquella carta los purés de papaya, las ensaladas al "lemongrass" o la interminable lista de "tofu a la compota de mango" anuló definitivamente mis pocas ansias de experimentar nuevos conocimientos culinarios.

Aunque faltaba lo mejor. Culpa mía, resulta que pides agua para beber y te traen una carta para elegirla que no la supera ni la de grandes reservas de tinto en el "Zalacain"; Me pregunto yo que tendrán contra el agua del grifo que, al menos en Madrid, es muy buena, además ¿cómo voy a poder elegir algo que se supone- como agua que es-, resulta incolora, inodora e insípida?

Al final señalé una con cara de entendido, aunque no pude evitar que el señor camarero me mirara con cara de asco cuando le pedí por favor, que me quitara las rodajitas de limón del vaso. En mi atrevida ignorancia acababa de confundir los gajos de limón con los de lima, todo un sacrilegio que me devolvía de golpe al status de persona normal tirando a hortera del que nunca debí salir. Todavía me dura el disgusto.