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1052. Jueves, 11 octubre, 2007

 
Capítulo Milésimo quincuagésimo segundo: "Toda ascensión a un gran lugar se efectúa por una escalera de caracol." (Francis Bacon, 1561 - 1626; filósofo y político inglés)

Cada dos por tres surge alguna historia avisándonos sobre los peligros de ligar por internet. Y siempre suele ser una historia siniestra. No es para tanto. Yo creo que lo que de verdad les molesta es que ahora cualquiera puede hacer lo que antes sólo estaba reservado a unos pocos.

Me explico. Acabo de terminar un curioso libro sobre partos reales (sí, ¿qué pasa?, el aburrimiento es muy malo), y como para llegar a ese punto -el del parto- era (y es) obligatorio pasar por otras etapas, al autor no se le ha ocurrido otra cosa que empezar explicando los mil y un trucos que las aspirantes a parir reyes -y muy especialmente el entorno de las aspirantes a parir reyes- usaban para conseguir su ansiada meta. Un "todo vale" que incluía retratos oficiales extremadamente favorecidos -y que rara vez tenían que ver con la realidad-, minuciosas cartas descriptivas sobre las condiciones, atributos y atractivos de las aspirantes convenientemente infladas... Vamos, que si cambiamos el pincel por el photoshop y las plumas por las teclas del ordenador, pocas cosas han variado desde entonces a la hora de buscar a ciegas un príncipe azul medianamente interesante.

Por no cambiar, no ha cambiado ni el resultado. Hay de todo. Desde sonados fracasos, como el de Fernando VI, príncipe de Asturias en 1724, al que se le organizó su boda con María Bárbara de Braganza, y quedó aturdido al ver lo poco agraciada que era su esposa (la señora era tan fea que hasta el padre de la novia le llegó a decir al monarca "siento que haya de salir de mi reino cosa tan fea"), hasta los que se enamoraron a primera vista, como Juana la Loca y Felipe de Hamsburgo que adelantaron 4 días su boda con el único fin de saciar su pasión sexual. Desde Carlos I e Isabel de Portugal, que se casaron sin conocerse en 1526 en el Alcázar de Sevilla por unos pactos de Estado y entre los que desde el principio hubo algo más que una alianza estratégica, hasta los que se ignoraron, e incluso se odiaron, nada más mirarse a los ojos, como Fernando VII y la primera de sus cuatro esposas, su prima hermana María Antonia de las Dos Sicilias.

Debería de acabar la entrada aquí, lo sé. Pero ya que el libro va de partos reales, que hay un mísero día más de fiesta este fin de semana, y, sobre todo, que cualquier disculpa es buena para no pegar un palo al agua, aquí van algunos alumbramientos curiosos:

Isabel la Católica (1451-1504), quien tras consumar el matrimonio ya tuvo que mostrar a los testigos apostados junto a la puerta la sábana ensangrentada que demostraba su virginidad, reina famosa (entre otras cosas) por elegir personalmente a aquellas sirvientas que fueran a tener trato con su marido (curiosamente siempre elegía a las más feas), tuvo que seguir a rajatabla una costumbre de la Corte Española, que se remontaba a la época de don Pedro el Cruel (1334-1369), por la que todos los partos de las reinas se tenían que realizar en presencia de testigos que diesen fe de que los bebés eran realmente fruto del útero real. Así, cada vez que la soberana castellana traía al mundo a uno de sus hijos, que fueron unos cuantos y nacidos por media España (Dueñas -Palencia-, Sevilla, Toledo, Córdoba y Alcalá de Henares -Madrid-), un grupo de espectadores tenía que reunirse para presenciar el parto y certificar que por las venas del infante corría sangre real. Eso, sí, cuando le llegaba la hora, ella muy digna pedía a sus doncellas que le colocasen un velo sobre su rostro para evitar que nadie viera su dolor.

Tras su boda con Felipe el Hermoso, Juana I, La Loca (1749-1555) -la que adelantó 4 días con el fin de saciar su pasión sexual-, se encerró con él en una estancia de la que no salieron en días. Y le cundió lo suyo. El matrimonio tuvo seis hijos y su facilidad para parir era tal que le alumbramiento de uno de ellos, el del infante Carlos (que luego se convertiría en Carlos I de España y V de Alemania), se produjo en la letrina del palacio de Gante, donde la reina disfrutaba de una animada cena con todos los festejos propios de la época. Al final del banquete, la soberana castellana comenzó a sentirse mal, pero pensó que su estado se debía a un empacho, sin saber que era el bebé quien avisaba de que estaba en camino. Su último parto fue el más difícil porque, sumida en una depresión tras morir su marido, se negaba a empujar.

Isabel de Borbón. Se casó con Felipe IV en una boda por poderes celebrada en Burdeos en 1615 cuando ella tenía 12 años y él, 11. Sin embargo no vivieron juntos hasta cinco años después. Tuvo siete hijos, pero sólo sobrevivió uno, la Infanta María Teresa, la última. Curiosamente a su señor marido se le contabilizan un mínimo de treinta hijos bastardos con distintas mujeres. De ellos Felipe IV sólo reconoció al hijo de la actriz María Calderón, Juan José de Austria, al que dio sus apellidos.

María Manuela de Portugal. Nacida en 1528, esposa y prima de Felipe II se casó a los 15 años. Como tardaba en quedar en cinta, los médicos la sometieron a numerosas sangrías. Sólo tuvo un embarazo, el del infante Carlos. El niño vivió, pero ella murió tras el parto por una infección.

María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV y madre de Fernando VII, nacida en 1751, a la que se le atribuyeron numerosos amantes, entre ellos el oficial Manuel Godoy, tuvo 10 abortos y 14 hijos. Fue la primera reina española que parió gemelos. El alumbramiento se produjo en la Granja de San Ildefonso y fue tal el interés que despertaron los infantes reales que los colocaron en la misma cuna para exponerlos ante la gente. La precaria medicina de la época no pudo salvar ni a Carlos Francisco ni a Felipe Francisco de Paula, que fallecieron a los pocos meses.

Y, posiblemente el más estremecedor, el de la segunda esposa de Fernando VII, Isabel de Braganza, primera reina española que, en vez de recurrir a las nodrizas para amamantar a sus hijos, dio el pecho a su bebé, la infanta Isabel Luisa. Falleció en 1818, a los 21 años, desangrada tras una cesárea en su segundo embarazo. Débil de salud, la reina sufrió una crisis muy fuerte en la que pedió el conocimiento. Los médicos creyeron que había fallecido y como se encontraba en avanzado estado de gestación decidieron practicarle una cesárea post mórtem para salvar al bebé. Los gritos que dio la soberana al sentir como la abrían dejaron estupefactos a los médicos. La carnicería, sin anestesia, mató a la soberana. Y tampoco se pudo salvar al hijo que llevaba en sus entrañas.

Hasta el lunes.

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