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1055. Miércoles, 17 octubre, 2007

 
Capítulo Milésimo quincuagésimo quinto: "Cuando se cierra una puerta a la felicidad, se abre otra; pero a menudo nos quedamos tanto tiempo mirando la puerta cerrada que no vemos la que se nos ha abierto". (Hellen Keller, 1880 - 1968, escritora, activista, y oradora estadounidense sordociega).

El otro día alguien me preguntó si me gustaba el lujo. Dado que mi carácter me hace huir como alma que lleva el diablo del despilfarro, de los excesos y de toda apariencia opulenta, brillante o lujosa (mi sueño infantil era ser invisible y aún, a estas alturas, no pierdo la esperanza de llegar a conseguirlo) mi primera contestación fue un no rotundo. Al cabo de un rato, me di cuenta de que mi respuesta era muy precipitada. Había asociado el lujo con el significado más habitual: la ostentación de la riqueza, los objetos caros, las marcas selectas o los lugares innecesarios para la mayoría. Si hubiera meditado un poco más me habría dado cuenta de que lujo no es sólo poseer coches, joyas, yates o mansiones. Hay una segunda acepción de la palabra que supone disponer de abundancia de tiempo y poca necesidad de dinero. Al fin y al cabo, el lujo supremo es tener la libertad necesaria para elegir lo que te gusta y rechazar lo que te disgusta, decir lo que piensas, vestir como quieres y hacer en cada momento lo que consideras más oportuno.

No tuve en cuenta que hay lujos y placeres nada sofisticados, tan sencillos y baratos como darse un baño relajante, un paseo por el campo, caminar descalzo por la tierra húmeda o dormir una buena siesta. Y no sólo son lujos esos tópicos a los que siempre echamos mano cuando nos ponemos cursis contando las virtudes de contemplar el fuego, escuchar el ruido del agua, oler el aroma de una flor o comer fruta recién cogida del árbol. También pueden ser placeres refinados -y al alcance de cualquiera- nuestras rutinas más cotidianas: despertar un domingo y asomarte a la ventana para contemplar a la gente, salir a comprar el pan recién hecho para untarlo después con mermelada de calabaza (la de Helios es, en cuatro palabras, in-su-pe-rable) y beber un buen tazón de café con leche, mientras hojeas perezosamente el periódico al sol de mediodía, o, si es invierno y hace frío, abrigarte con un suave jersey de lana o meterte en la cama caliente y leer un libro hasta que entras en calor y el sueño te derrota.

Es así, el lujo no es un asunto de propiedades o conquistas. Se acerca más a un estado de ánimo que tiene mucho que ver con la tranquilidad, la confianza, el propio sosiego y el de cuantos nos rodean. Lo que más nos aleja de él, en consecuencia, es todo aquello que produce confusión, envidia o remordimiento.

Sí, me gusta el lujo. Ya lo dijo Sócrates (que a su vez lo tomó prestado de un graffiti en las paredes del templo de Delfos): "conócete a ti mismo, y lo demás irá sobre ruedas". Y en esas estoy.

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