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1077. Martes, 20 noviembre, 2007

 
Capítulo Milésimo septuagésimo séptimo: "Dios lo que más odia después del pecado es la tristeza, porque nos predispone al pecado". (San Agustín, 354-439, obispo y filósofo)

De los siete pecados capitales que me enseñaron "sólo" me considero adicto a dos. Ya sé que la proporción no es mucha, pero teniendo en cuenta que ambos dos los practico siempre que puedo, con nocturnidad, alevosía y recochineo, pocas esperanzas me quedan de no acabar quemándome en los avernos esos.

Y menos que me van a quedar. Resulta que, al menos hasta el siglo VI que por obra y gracia de Gregorio Magno desapareció uno de ellos, los pecados capitales no eran siete, eran ocho. A los clásicos de toda la vida: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza, se añadía uno más: acidia.

Así describía en 1174 Guines II, el Cartujo el pecado de la acidia o acedia:
"Cuando estás solo en tu celda, a menudo eres atrapado por una especie de inercia, de flojedad de espíritu, de fastidio del corazón, y entonces sientes en ti un disgusto pesado: llevas la carga de ti mismo; aquellas gracias interiores de las que habitualmente usabas gozosamente, no tiene ya para ti suavidad; la dulzura que ayer y antes de ayer sentías en ti, se ha cambiado en grande amargura"
Si -por aquello de la actualización temporal-, cambiamos "celda" por "cubículo laboral" -dos términos sinónimos-, y el "a menudo" por un "siempre", resulta que no pasa ni un solo día en el que, además de pecar constantemente ejerciendo la lujuria y la pereza, desobedezca voluntariamente a la ley de Dios practicando esa galbana en el plano espiritual que es la acidia. Todo un pecado de los de antes.

Derechito al infierno voy a ir. Al tiempo.

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