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1127. Miércoles, 13 febrero, 2008

 
Capítulo Milésimo centésimo vigésimo séptimo: "La mayor declaración de amor es la que no se hace; el hombre que siente mucho, habla poco". (Platón 427 adC-347 adC; filósofo griego)

Los grandes cronistas del amor, ésos cuyas obras han sustentado nuestra educación sentimental, son unos completos embusteros. Nos han hecho creer que el amor es un asunto imperecedero. Ya San Pablo, pecador arrepentido, se lo decía a los Corintios: "el amor no pasa nunca". Todos los mercaderes del sentimiento se han volcado en presentarnos sólo los aspectos más cómodos y deseables del fenómeno, hasta Romero y Julieta, la pareja por excelencia en los sueños sentimentales de muchas generaciones y cuyos arrebatos se antojan como los propios del amor eterno, tienen trampa; su triste final nos hizo pensar que su entusiasmo no iba a tener fin. Pero los amantes, presos en la hoguera de la pasión, no tuvieron tiempo de vivir sus insignificancias. Es de suponer el destino que les esperaba si sus familias no hubiesen sido tan absurdas. Un matrimonio como Dios manda y, a continuación, el día a día del amor y su realidad. Y la realidad no es precisamente diestra en maravillas.

Por supuesto que el amor existe, y además por narices (¿hubiera podido escribir Neruda sus "Veinte poemas de amor y una canción desesperada" a los veinte años sin ser una traca de amor a punto de explotar?), los que nos hemos enamorado perdidamente lo sabemos muy bien, pero también sería bueno conocer de antemano qué ocurre cuando hay que empezar a evolucionar hacía un sentimiento más estable. Pasar del ars amandi, que decían los clásicos cursis, a la habilidad para sobrevivir una vez que el ars se ha cansado de acompañarnos. Cuando tu inmaculada pareja, tu gran y perfecto héroe, empieza a llenar la bañera de pelos, a entrar en la cocina para freír un huevo y dejarla como si hubiera habido un terremoto, o a dormir con unos calcetines que sólo se quita cuando se corta las uñas. Cuando enmudecen los violines, se acaba la luna plateada y el amor inicia sus destrozos. Y todos sabemos que el amor, cuando se pone a destrozar, no sabe de privilegios.

El amor es una hermosa mentira, y a cualquier mentira, por muy maravillosa que sea, se impone siempre la realidad. Soportar sus ataques convierte a los amantes en duros héroes de la resistencia cotidiana. Por eso, no estaría mal que de vez en cuando también nos lo recordaran. Incluso en días tan poco apropiados como hoy, víspera de su santo patrón, San Valentín, un santo que, por cierto, fue canonizado en 1969, una terminación numérica tan adecuada como irreverente para el santo del amor. Pero eso es otra historia.

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