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1130. Lunes, 18 febrero, 2008

 
Capítulo Milésimo centésimo trigésimo: "De niño, el menú de mi casa siempre constaba de dos opciones: o lo tomas, o lo dejas" (Buddy Hackett, 1924-2003; actor estadounidense)

Ando yo preocupado por un dato que han dado este fin de semana en un coloquio sobre la obesidad. Afirman que en sólo dos décadas se ha doblado el porcentaje de adultos que la padecen. La enfermedad ya afecta al 52,7 por ciento de los españoles.

A todos nos gusta comer. No hacerlo cuando la disponibilidad de la comida es abundante se opone a las leyes más básicas de la evolución. Mucho ha tenido que ver en ella nuestro gusto por lo dulce, que ha ayudado a la humanidad a descartar las frutas venenosas; por la sal, que nos ha permitido evitar la deshidratación; y por la grasas, la verdadera reserva energética con la que salir adelante en las épocas de vacas flacas.

Vamos, que dejar de comer más de lo que necesitamos por nosotros mismos no es algo fácil. Lo que no acabo de entender es cómo si las ciencias en general -y la medicina en particular- han avanzado tanto (en los últimos años se han inventado remedios tan milagrosos como la anestesia, capaz de inhibir la sensibilidad y la capacidad para sentir dolor; las vacunas, capaces de erradicar enfermedades milenarias; los antibióticos, con los que pudieron empezar a tratarse las infecciones sin que el remedio fuera peor que la enfermedad; la estructura del ADN, verdadero filón para enfrentarse a las enfermedades hereditarias.. y así podría seguir hasta el infinito y más allá), lo que no acabo de entender, decía, es que no hayan sido capaces todavía de inventar alguna variedad de espinacas, de coliflores, o de acelgas, que tengan sabor a tarta de chocolate con nata montada rellena de mermelada de naranja amarga. Por ejemplo.

Como dijo un piloto de carreras inglés antes de empezar una de sus infinitas dietas: "La expectativa de vida crecería si los vegetales olieran como el tocino".


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