-   


  

1132. Miércoles, 20 febrero, 2008

 
Capítulo Milésimo centésimo trigésimo segundo: "Quien se siente en el fondo de un pozo para contemplar el cielo lo encontrará pequeño (Han Yu, 768 - 824; escritor chino)

Los sapos siempre me han despertado una especial ternura. Asociación de recuerdos, supongo. Los cuentos infantiles que oía de pequeño, -y oí unos cuantos-, estaban plagados de príncipes convertidos en sapos o ranas que se dirigían a las doncellas que paseaban por los caminos solicitándoles un beso al que ellas solían acceder gustosamente. Eso, cuando eran capaces de escaparse de la despensa de la bruja mala que siempre los usaba para hacer sus pócimas.

Luego me enteré que tanto la extraña afición de las princesas a besuquear ranas como la de las brujas por empeñarse en condimentar sus sopas con tan viscoso animal, tenían una explicación algo menos fantástica. El sapo, y más en concreto su piel, contiene una sustancia, la bufotenina, aislada por primera vez en 1920 por H. Handovskyy, que produce, entre otras cosas, alucinaciones, ilusiones visuales, distorsión de colores y sensación de estar volando.

Vamos, que a falta de otros entretenimientos mejores unas y otras usaban a los batracios para pasar el rato. Hacían bien. Aunque hay algo que no acaba de encajarme. Entiendo lo bien que se lo podían pasar unas señoras brujas subidas en el palo de una escoba y pensando que aquello iba y venía a su gusto, sin embargo, no alcanzo a entender muy bien cómo, después del primer lametón de bufetidina al sapo, y por muy colocadas que aquello les pusiera, las melindrosas princesas eran incapaces de notar la diferencia que debe de haber entre retozar con un príncipe y retozar con un sapo. Por muy incompetentes que fueran los príncipes y muy habilidosas que fueran las princesas manejando sapos.

,