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Viernes, 27 junio, 2008

 
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"Ya estamos inmersos en plena época de trashumancia humana. Durante dos meses los españoles nos desplazamos de un lado para otro como borregos por las cañadas de asfalto, del interior a la costa, de la montaña al mar. Y, naturalmente, en coche. Se supone que es la manera más barata y cómoda de viajar y luego, durante las vacaciones, a ver quién es capaz de prescindir del coche: hay que seguir moviéndose, en distancias cortas, de un lugar a otro.

Los largos viajes en coche suelen ser aterradores. Antes de la partida, el dueño del coche lo lleva a revisar a talleres sobrecargados de trabajo. Que si los neumáticos, que si cambiar el aceite, que míreme este ruidito que le ha salido hace unos días, que si la dirección. El día del viaje, los preparativos, el equipaje, los niños nerviosos, la abuela con vahídos por el estrés, los adolescentes de morros porque siempre están de morros, hay que dejar el gas y las ventanas cerrados.

Al principio, todo va bien. La gran excitación del viaje. Salvo que la copiloto dice "vete a la derecha, para coger la autovía, es más corto" y a los diez minutos andan dando vueltas por las Emes Cuarentas y Sesentas, en un tráfico infernal.

- ¿Hemos llegado ya? -pregunta la abuela despertándose.
- No, mamá. Todavía no hemos salido de la ciudad.
- Pues tenemos que parar, es la hora de mi pastilla para el reuma.
- Yo necesito hacer pis -dice el niño mediano.
- Pues no paramos hasta que hayamos hecho trescientos kilómetros -asegura el conductor-. Enfadaros con ésta -señala a su señora- que es la que me ha hecho equivocarme.
- Yo te dije que torcieras a la izquierda y te fuiste a la derecha.
- No. Tú me dijiste a la derecha y me fui a la derecha.
- Pero quería decir la izquierda. Y tampoco es para ponerse así, joder.

Por fin enchufan por la carretera adecuada. Empieza la gran discusión por la emisora de radio: unos quieren una F.M., el conductor, escuchar los deportes y los dos niños pequeños ya se han peleado por el videojuego. Después de gritar en arameo, se hace el silencio. Hay que parar para echar gasolina. La abuela se precipita al bar a pedir su café con leche con tostadas, los niños a mear y la mujer a llamar por teléfono, con urgencia.

- Creo que me he dejado la plancha encendida -confiesa la mujer. Y Sandra que no contesta. Tenemos que volver.
- De eso nada -dice el marido- si se quema la casa, que se queme. Pero nosotros seguimos. Ya vamos con retraso...
- Lo bueno de ir en coche, tú siempre lo dices, es que no hay horarios.
- Cómo que no. Tenemos que llegar antes de anochecer. Que la última parte es malísima. Venga vámonos.

Otra vez en ruta. A los pocos kilómetros, el conductor, se detiene:
- Me he dejado la cartera en la gasolinera. Tenemos que volver.
Tras los improperios, las discusiones, los insultos y los ataques de nervios, nuevamente en ruta y pasan las horas.
- Manolo, hay que parar y comer algo.
- Yo no quiero comer, quiero llegar.
- Los niños necesitan comer.
- ¡Y yo, y yo! -grita la abuela saliendo de su semi-coma.
- Que os den morcilla a todos. Yo no vuelvo a parar.

Al fin, enfadados todos con todos, odiándose a muerte, el coche y sus pasajeros llegan a destino. Los cerebros rumian en silencio venganza de los unos hacia los otros. Sólo se oye la voz de la pequeña, entre lágrimas:

-Y encima me se ha muerto el Kagamochi."
Transmongoliano día 1: Madrid – París – Moscú.