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1239. Martes, 26 agosto, 2008

 
Capítulo Milésimo ducentésimo trigésimo noveno: ¿Y cómo confiesan los curas sordos? (Emilio G., 10 años, estudiante de catequesis)

En cualquier boda suelen poner una comida asquerosa; el salpicón de mariscos no es más que lechuga con una salsa color crema de limpiar zapatos, la ternera a la salsa de pimienta negra es algo semejante a lo que deja un perro con diarrea, y las patatas redondas vaporizadas parecen cucarachas albinas a las que le han quitado las patas. Aún así, todo lo anterior se convierte en una exquisitez absoluta cuando aparece el inevitable broche gastronómico final. ¿Hay algo más horroroso que el trozo de la tarta que te ponen en las bodas?

Es verdad que con el alcohol que la mayoría de los comensales tiene en sangre a esas alturas de la ceremonia, poco importa el sabor del bizcocho reseco y sus pegotes de mantequilla sólida adosada, pero si algún día alguien -sin duda en un ataque de locura- se atreve a probarla sin que los efluvios del alcohol estén presentes en su mente, verá como se sumerge en una de las experiencias más asquerosas en las que puede caer el ser humano en su vida: comer tarta de boda a pelo.

Para que luego digan que ser abstemio no tiene inconvenientes.