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1293. Miércoles, 12 noviembre, 2008

 
Capítulo Milésimo ducentésimo nonagésimo tercero: "El seis es el número que va a tener familia” (Ramón Gómez de la Serna, 1888- 1963; escritor español)

Es curioso cómo nos gusta arroparnos en los mitos, arquetipos o leyendas. Esas palabras que implican ideas, la mayoría falsas, que a fuerza de repetirse se convierten en creencia tienen la virtud mágica de protegernos ante cosas tan sencillas pero apabullantes como la verdad.

La construcción de un mito se desarrolla en varias fases, seguramente cada una más perversa que la anterior y alimentadas por la imaginación necesitada o enfermiza de muchos, pero lo cierto es que cuando el bulo cobra forma, éste tiene vida propia y casi siempre se lanza imparable. Cruel, desbordado. Aunque en nuestro foro interno conozcamos el mezquino caldo de cultivo en que se crea y que lo que nos cuentan no resiste el análisis más superficial, es más cómodo dejarse atrapar por sus redes de seducción, sin cuestionar, sin buscar elementos que demuestren que lo que parece no es.

Todos somos víctimas de los mitos culturales, hasta los que creen no tenerlos. Y así ocurre, por ejemplo, que muchos van pensando por ahí que los gays estamos más preocupados por hacer muescas en el cabecero de una cama que por la calidad de los sentimientos de nuestra pareja; nos han hecho creer que somos más promiscuos y que sólo vivimos pendientes de un buen polvo, a punto a todas horas y en cualquier circunstancia para lidiar en el campo de batalla. O incluso que la relación de pareja, el matrimonio, es el perfecto antídoto para el erotismo.

Y que decir de la vida laboral, con su desproporción, con sus ambiciones siempre desmedidas, absurdas, inalcanzables. Hay algo en esta cultura del trabajo que me molesta profundamente y es precisamente esa desmesura, esa desproporción, esa absoluta falta de adecuación entre las aspiraciones que te han estado inculcando y la realidad, entre las pretensiones de estar razonablemente a gusto y la estulticia a la que tenemos que enfrentaremos cada día, entre nuestro desaforado deseo de hacer razonablemente bien una tarea para la que nos sentimos preparados y la posibilidad (o más bien la imposibilidad) de conseguirlo.

Caen los mitos, y con ellos un poco de nuestra educación sentimental porque, afortunadamente para todos, estamos aprendiendo a compartir y reclamamos el derecho a sentir igual, a ser igualmente activos o a tener las mismas reglas a la hora de lanzarnos a vivir cada día.

Hace ya seis años creí que algo por aquel entonces todavía en pañales -a lo que algunos empezaban a llamar bitácoras y otros blogs- podía ser una buena oportunidad para acabar con los mitos, sobre todo, los falsos. Romper con leyendas malintencionadas y utilizar el escaso tiempo libre -y la sobrada fantasía- en un ejercicio positivo de imaginación. Extraer toda la energía de las palabras y aprender a reconocer actitudes, sin prejuicios, de cara, y quizá filosofar un poco bajo el sol del otoño para perder el rictus de cariátide, esa imagen que se presenta impasible cada mañana, como si no pasara nada, aunque por dentro aguante estoicamente toda su historia.

Aquí sigo, con las intenciones (casi) intactas seis años después.

Pasa y tómate algo.