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2707. Martes, 28 julio, 2015

 
Capítulo Dosmilésimo septingentésimo séptimo: “Para conocer a la gente hay que ir a su casa”. (Johann Wolfgang von Goethe, 1749 – 1832; escritor alemán).

Ahora que llega la época de ellos podían ponerles olores un poco más apañados a los bronceadores. Que si pones a cien personas y solo una de ellas lleva crema solar no es difícil de localizar… bueno, sí, lo es, porque es un olor tan contagioso que aunque solo una de las cien lo lleve todas las demás acaban oliendo igual; que le pasa como el olor a cloaca, si en un edifico de veinte plantas uno solo huele a cloaca, todos los lavabos que estén conectados al primero -y suelen estar unidos todos- acaban oliendo igual o peor.

Por cierto, hay quien lo protector solar y hay quien lo llama bronceador, que en mi pueblo son antónimos de toda la vida. Y ya sé que saldrá el típico culto diciendo que son productos diferentes y que uno sirve para una cosa y otro para otra. Mentira, todos sirven para lo mismo, para quemarte cuando vas a tomar el sol. Que dicen que estas cosas sirven para evitar la radiación ultravioleta, -que suena más a un hincha de fútbol pintado de lila-, unos rayos malosmalísimos que el sol lanza a lo powerranger. Pues no sé yo. A mí eso de que una simple cremita –que la mayoría es agua- pueda anular todo el poderío de algo tan potente como el sol y sus rayos maléficos no me acaba de cuadrar mucho.