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3222. Viernes, 5 enero, 2018

 
Capítulo Tresmilésimo ducentésimo vigésimo segundo: “Espero que hayas estudiado para el examen de historia. - No lo dude profesor. - Bien, háblame del Tercer Reich. - Ese fue el que llevó mirra ¿no?".

Junto a otras especies en vías de extinción, como el payaso o la marioneta, un mago era requisito obligatorio en los programas de esa televisión con la que crecimos. Era el mago de corte clásico, con chistera, smoking y corbata michi, quizá una capa y guantes blancos para causar el efecto sobrenatural e hipnótico en las criaturas de mentes impresionables que éramos. El mago siempre nos dejaba con la boca abierta. Apelaba a algo que eternamente nos había fascinado: la capacidad de sorprenderse, ese dejarse llevar y entrar en la convención de ser engañado sin siquiera cuestionarlo, de estar viendo algo único e irrepetible. La magia de la magia.

Por eso, uno de los regalos de la época que todos nos pedimos era la caja de magia, una caja llena de cartas, copas, cuerdas, varitas mágicas y pelotas de esponja en la que no faltaba un completo manual donde se explicaba perfectamente cada truco y cada paso para realizarlo a la perfección si, con constancia y voluntad, los practicabas frente a un espejo.

Lo que no nos decían es que el verdadero truco nos lo hacían ellos a nosotros al pedir el juguete. Y no solo porque se necesitaba ser un genio para entender mínimamente el manual de instrucciones, sino porque constancia y voluntad son dos cosas que nunca, nunca, nunca se le puede pedir a un niño.

Pero lo más importante de hoy sigue siendo lo mismo que entonces: ¡que nos traigan muchas cosas los Reyes!