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3379. Lunes, 1 octubre, 2018

 
Capítulo Tresmilésimo tricentésimo septuagésimo noveno: "Todo el mundo trata de realizar algo grande, sin darse cuenta de que la vida se compone de cosas pequeñas". (Frank Clark, 1993; deportista estadounidense).

Uno de los recuerdos que causan intriga de por vida es que, cuando éramos niños, en una gran cantidad de casas conocidas (incluidas algunas de las familiares -empezando por las de los abuelos-) existían espacios y objetos prohibidos, o bien, restringidos, sin haber mediado jamás explicación alguna que nos ayudara a comprender por qué uno no podía siquiera acercarse a ellos. Si acaso -y no tanto para tratar de darnos una justificación, sino para que dejáramos de dar lata ante tanta impertinencia-, nos ofrecían unas respuestas las más de las veces poco convincentes o, directamente, inverosímiles.

Uno de los más enigmáticos (posiblemente porque en la de uno "eso" no existía -ni se le esperaba-) era aquel aparatito que me encontraba en algunas casas cuando iba de visita. Siempre que iba a mear me llamaba la atención la presencia de un extraño objeto al que no le acababa de encontrar ninguna función "útil". Muy similar al retrete, pero sin caja ni tapa, era de porcelana y tenía en su parte posterior unas llaves a las que, por un puro espíritu de investigación, abría y cerraba cuantas veces podía. Los que sabían de eso decían que se llamaba bidé, pero, a pesar de mis insistentes preguntas, nadie me contaba para qué servía.

Ante la falta de respuestas, la imaginación se disparaba. Es verdad que pensé en la posibilidad de que fuera un mingitorio estropeado esperando a que se lo llevaran (los fontaneros no son precisamente sinónimo de eficacia), pero ¿en tantas casas? Al final yo mismo llegué a la conclusión más lógica: si cada vez que abría alguna de esas llaves brotaba un chorro de agua aquello no podía ser más que una fuente para beber. Evidentemente la gente principal ponía bebederos en el retrete.

!Ellos sí que sabían vivir!