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3385. Martes, 9 octubre, 2018

 
Capítulo Tresmilésimo tricentésimo octogésimo quinto: "Por oro no vendas lo que nunca podrás comprar con oro: la tranquila siesta, el satisfecho día, la limpia fama y la conciencia alegre”. (Samuel Johnson, 1709 - 1784; poeta británico).

Los babilonios crearon el día de 24 horas, los hebreos la adoptaron estableciendo establecieron la práctica de orar en horarios determinados. La Iglesia cristiana formalizó esta costumbre y así, en el siglo VI, nacieron las “horas canónicas”. En estas horas, las campanas de las iglesias repicaban para que los fieles hicieran la oración correspondiente. Los nombres de estos repiques de campana tenían las antiguas denominaciones romanas. Empezaban con los maitines, que se tocaban en la madrugada, y cuyo nombre viene del latín matutinus, "relativo a la mañana"; los laudes, "alabanzas", se tocaban entre las 5 y 7 de la mañana; la prima se llamó así porque para los romanos era la primera hora del día, y se tocaba cerca de las 7 de la mañana. La tercia se tocaba a las 9 de la mañana; y la sexta, al mediodía. La nona correspondía a las 3 de la tarde, y las vísperas (del latín vesper, que significa “al atardecer”) se tocaban al caer el sol. Por último, las completas se tocaban ya avanzada la noche.

Al no haber relojes, las horas canónicas llegaron a convertirse, durante siglos, en todo un sistema para la programación de las actividades de los pueblos, (por ejemplo, en inglés, afternoon, que es la «tarde», y cuyo significado literal -after - noon- es "después de la nona".

Coñazos aparte, vamos a lo que nos importa. Desde siempre "la hora sexta", en pleno mediodía, cuando el calor era más intenso y el ambiente se llenaba de sueño, ha existido la costumbre de “dormir la sexta”, que ahora se ha quedado en “dormir la siesta”. Una práctica en decadencia en el mundo llamado moderno en el que la prisa conspira, de manera cruel, contra la salud por querer abolir ese paréntesis somnífero que divide la jornada en dos, dejarnos sin esa saludable práctica, esa sabrosa medicina para el cuerpo y piscolabis para el espíritu que, además, se encuentra al alcance de todos.

Mantener una tradición de siglos. Algo (en dos palabras) in-negociable.